En la Biblioteca Vaginal
un Discurso Amoroso








Cecily Marcus *




Texto original: In the Vaginal Library: A Lover´s Discourse. Presentado en el Encuentro Anual de la American Studies Association, el 12 de octubre de 2006.

Versión castellana de Marisol Álvarez y Cecily Marcus. Publicado en Políticas de la Memoria N° 6/7, Buenos Aires, verano 2006-2007 (Anuario del CeDInCI - Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en Argentina) 




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La biblioteca vaginal no es una metáfora. Hechos y por­tados por mujeres, la biblioteca vaginal fue una resisten­cia encarnada a la tiranía de la dictadura. El trabajo de la biblioteca vaginal se desprende de las prácticas de las prisioneras, pero su alcance va más allá de esas mujeres y se extiende hacia todos los tipos de resistencia cultu­ral que estaban teniendo lugar bajo las condiciones más adversas durante la dictadura. En la biblioteca vaginal, encontramos a los adolescentes del Teatro Cucaño, un pequeño grupo experimental de teatro de la ciudad de Rosario, al mismo tiempo que a los reconocidos intelec­tuales de la revista Punto de Vista. Hombres y mujeres trabajaron para documentar y reflexionar acerca de un período de terror y extremismo a través de actos creati­vos e intelectuales que generalmente no encontraron una audiencia fuera del ambiente hermético e improbable de la biblioteca vaginal. Este ensayo es una historia parcial de la cultura intelectual subterránea de la última dictadura.


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"Arca, esta vez en latín, es el cofre, el 'arca de madera de acacia' que contiene los mandamientos; pero arca es también el armario, el féretro, la celda de prisión, o la cisterna, el depósito".

Jacques Derrida, Fiebre de Archivo






1. En la biblioteca vaginal



Cuando Lina Capdevila tenía diecisiete años, la arrestaron en Ro­sario, la ciudad donde había nacido. La acusaron de tener mate­riales políticos subversivos: algunos eran libros, pero la mayoría eran panfletos del partido trotskista en el que había militado des­de su época de secundario. Buscando una forma de trabajar crea­tiva y política en una ciudad provincial a cuatro horas de Buenos Aires, la educación política de Capdevila había comenzado con las actividades partidarias, incluso en las de uno relativamente liberal como el Partido Socialista de los Trabajadores. Pero su educación no terminó allí. En 1977 la encerraron en la Estación de Policía de Rosario, una cárcel que funcionaba como centro de detención, donde comenzó un periplo por distintas prisiones en las que fue objeto de todo tipo de vejámenes e interrogatorios. Capdevila podría ser la Forest Gump argentina, porque su rol había sido ser testigo de la historia: presente cuando el golpe se produjo el 24 de Marzo de 1976, presente frente a los torturado­res más notorios de la dictadura y cuando las Madres de la Plaza de Mayo empezaron a marchar, presente cuando la dictadura militar se desintegró y los punks de pelo parado y ropa hecha jirones empezaron a aparecer por todo Buenos Aires.



Hablando con Capdevila más de veinticuatro años después en un café en Rosario que había funcionado como escenario de perfor­mances teatrales a cargo de adolescentes rosarinos durante la dictadura, me comentó que fue en la cárcel de la dictadura don­de encontró su real educación política: en las conversaciones, los argumentos y los debates con otras prisioneras Capdevila descubrió qué asuntos políticos realmente le importaban, cuáles despreciaba y qué tipos de curiosidades intelectuales la podían mantener viva. Allí fue que empezó a ser crítica de la cultura de los partidos políticos que fomentaban entrenamiento intelectual por un lado, pero por otro condenaban los intereses intelectuales y creativos. Capdevila habló de peleas acaloradas entre las pri­sioneras, en las cuales las posiciones políticas y las ideas eran intercambiadas a los gritos. Sus compañeras de cárcel eran ho­mofóbicas y poco receptivas a otras ideas, y tan culturalmente conservadoras como políticamente radicales. Estos conflictos, de todos modos, terminaron siendo profundamente renovadores para la muchacha, que provenía de una familia de trabajadores y cuya vida hasta ese momento había estado dedicada al bien­estar social y político de los más necesitados e ignorados de la Argentina. En la cárcel, Capdevila y las otras prisioneras se las arreglaron para seguir persiguiendo intereses colectivos, produ­ciendo periódicos en miniatura que, increíblemente, copiaban en papeles de cigarrillo, con noticias creadas a partir de rumores, testimonios de las ocasionales visitas que recibían del exterior y fantasías de una existencia más libre. La forma que estos perió­dicos tomaron -por necesidad pequeños, sumamente frágiles y definitivamente perecederos- las obligó a escribir de tal modo que no hubiera necesidad de revisiones, sin cometer errores fac­tuales o de ortografía, y a escribir de un modo que fuera visible­mente legible.


Cuando le pregunté a Capdevila si alguno de estos periódicos todavía existía, ella se rió y me dijo: "Por supuesto que no. No se podían sacar. Los llevábamos dentro." En ese momento, no en­tendí lo que quiso decir. Los escritos de las mujeres que habían estado en los centros de detención de la dictadura debían haber sido una suerte de práctica de memoria secreta que les habían permitido mantener contacto con el mundo de afuera y con un mundo de organización política en crisis que ya no existía. Ha­bían sido eso. Los periódicos de prisión eran también parte de una cadena de piezas de información tomadas de otro recurso clandestino de información, los famosos caramelos, ya que era una práctica común el cultivar fuentes de información acerca del mundo que existía más allá de las paredes de la cárcel sin im­portar cuán grande fuera el riesgo. Pero a lo extraño del comen­tario de Capdevila -el hecho de que ella acarreara dentro de sí periódicos hechos en cigarrillos- lo interpreté como otro más de esos puntos ciegos a los que toda investigación de la cultura clandestina de la dictadura debe enfrentarse. Tan emblemáticos como otros documentos desaparecidos, perdidas o destruidos, esos periódicos parecían significar cómo la historia de la vida intelectual de la dictadura es una historia hecha de huellas mate­riales incompletas, una historia que sólo puede ser recordada en fragmentos y nunca enteramente recobrada.



Toda aproximación y análisis de lo que pasó en la cultura subte­rránea de la última dictadura están basados en códigos secretos y en silencios, en indicios que no siempre pueden ser rastreados, en publicaciones que un día aparecieron y al otro día dejaron de publicarse sin previo aviso, sin explicación previa o simplemente sin rastro a seguir. Libros y papeles fueron quemados o ente­rrados. Incluso la colección más completa de documentos de la vida subterránea durante la última dictadura sólo puede ser una muestra representativa-algo que, dadas las circunstancias imposibles de preservación de esos documentos, no es una ha­zaña menor. Si bien es cierto que la cultura de la vida clandestina durante el período dictatorial no puede ser completamente recu­perada, eso no quiere decir que los recursos disponibles carez­can de profundidad, sutileza o importancia en tanto medios para ingresar al mundo de la resistencia cultural, un mundo del que sí puede hablarse, al que sí puede documentarse y entenderse; un mundo que incluye el carácter extremo, la abyección, de la rela­ción entre mujeres, hombres y resistencia, y los increíbles actos de imaginación y supervivencia que marcaron sus vidas durante la dictadura. El comentario de Capdevila -indirecto y sin mayor explicación- fue una puerta de ingreso a la biblioteca vaginal.


La biblioteca vaginal no es una metáfora. Tal como Capdevila fi­nalmente explicó, las mujeres en las prisiones de la dictadura es­cribieron, leyeron y circularon periódicos de contrabando y libros que previamente habían copiado meticulosamente en papeles de cigarrillos y que habían guardado en sus vaginas para compartir más tarde entre ellas. Leyeron El Capital, novelas argentinas y europeas, y los periódicos que ellas mismas hacían. Todos eran literalmente llevados dentro hasta que los frágiles manojos se deterioraban con el uso, por la propia suciedad de los dedos de las mujeres o por la propia humedad de las vaginas.



Hecha y portada por mujeres, la biblioteca vaginal fue una re­sistencia encarnada a la tiranía de la dictadura. También fue un ejemplo de cómo las diferencias sectarias en cuestiones políticas fueron hechas a un lado para favorecer la comunicación entre pri­sioneras, el producto de una condición compartida que requirió del olvido de toda diferencia política-en simpatías e intereses culturales, en edad, educación, experiencia y pasados. La biblio­teca vaginal, tal y como fue construida entre las paredes de esas prisiones, se originó sin una comunidad de hombres, haciéndola atípica con respecto a la mayoría de las formas de resistencia cultural que tuvieron lugar antes y durante la dictadura.


Es cierto que, en tanto militantes políticas, las mujeres jugaron un rol clave en las actividades de los partidos y las organizacio­nes previas a la dictadura, pero generalmente ocuparon cargos secundarios y de apoyo en lugar de cargos de dirección. Debido a que muchas de las actividades políticas en la Argentina sur­gieron a partir de sindicatos y organizaciones de trabajadores, fue común para las mujeres el ser tratadas e incluso el tratarse a sí mismas, como seguidoras del liderazgo de los hombres, aún cuando existan excepciones significativas al respecto. El femi­nismo moderno, como marco explícito de acción social, no tuvo plenitud en la Argentina hasta después de la dictadura -cuando varios grupos de mujeres y las publicaciones de'las que forma­ban parte comenzaron a asumir un rol protagónico al repensar la historia de las mujeres en la vida cotidiana y política del país, realizando investigaciones que incluyeron desde cuestiones de género en el hogar, derechos reproductivos y relaciones de tra­bajo (domésticas y no domésticas) hasta la historia misma de las mujeres.


Pero el hecho es que durante la dictadura, la mayoría de los gru­pos de la cultura subterránea fue dirigida por hombres. De las más de setenta revistas culturales publicadas durante la dictadura que forman parte de los archivos del CeDlnCI, sólo dos nombran a mu­jeres como directoras, y muchos más hombres que mujeres apa­recen como escritores en esas revistas. Beatriz Sarlo, todavía hoy directora de Punto de Vista, tal como lo era en el primer número de 1978, es la excepción más conocida. La historia de Punto de Vista es, en cierto modo, clave para entender la biblioteca vaginal, una parte de esa larga historia de los roles que, a veces visibles y otras veces escondidos, las mujeres tuvieron en la resistencia.



Punto de Vista es parte de la biblioteca vaginal si la biblioteca vaginal es entendida como un archivo que puede ser recobrado sólo parcialmente, una biblioteca hecha de los vestigios de lo que ocurrió subterráneamente. Pero ése es sólo un aspecto de la biblioteca vaginal, porque al haber sido construida en las peores prisiones clan1:1estinas de la dictadura, la biblioteca vaginal es al mismo tiempo un archivo que ya no existe, ya que no deja mucho para ser leído en el futuro -es un archivo que no tiene domicilio y que por lo tanto tampoco tiene un lugar que pueda ser visitado por académicos o estudiantes o historiadores-. Como tal, la biblio­teca vaginal es un desafío no sólo para la idea de biblioteca como institución que produce el pasado y sirve al futuro, sino también para las muchas prácticas de memoria y recuperación que se ocupan de las catástrofes. Sin nada que coleccionar, sin papeles que verificar, y frecuentemente sin testigos o sobrevivientes que entrevistar, la biblioteca vaginal es tanto una biblioteca en prisión domiciliaria como una biblioteca sin domicilio. Tal como Jacques Derrida escribe en Fiebre de Archivo, la biblioteca vaginal es un "archivo que no deja monumentos y no lega documentos.”(1)


La biblioteca vaginal -un archivo que nunca va más allá de lo clandestino y lo secreto, y que es la encarnación de la relación más intima que la mujer tiene consigo misma- es el archivo en el peor caso. Junto a los efectos materiales del archivo, la biblioteca vaginal está definida por la naturaleza de su contenido -los tipos de mensajes y comunicaciones que fueron copiadas en papeles de cigarrillo para ser compartidos entre presas de va­rias simpatías políticas con el objetivo común de sobrevivir-. La supervivencia entre las paredes de las prisiones clandestinas de la dictadura incluyó más que la supervivencia del pensamiento y la imaginación que caracterizaron al sinnúmero de grupos cultu­rales subterráneos que tuvieron como propósito la defensa de la libertad total de la imaginación. La supervivencia en las entrañas mismas de la dictadura fue más básica y tal vez más creativa también. Los usuarios de la biblioteca vaginal traficaron un dis­curso amoroso en el sentido que Roland Barthes le ha dado a la expresión-una conversación íntima hecha de lo marginal y lo impropio; un intercambio de comunicaciones entre individuos que, aún siendo extraños entre sí, se sintieron irrefrenablemente impulsados a hablar un lenguaje secreto y escondido que tal vez no pudiera ser totalmente decodificado. En la biblioteca vaginal, las conversaciones escritas fueron el producto de la cautividad física, pero también de la cautividad de ideas e identidades que habían sido previamente impuestas y, al mismo tiempo, cultiva­das y protegidas por las propias prisioneras.


En tanto que comunicación de aquellos que han sido desam­parados, el discurso amoroso de Roland Barthes es el lenguaje de los ignorados, los desacreditados, los menospreciados-un lenguaje que resiste los mecanismos de autoridad y se empeña en su propia existencia. En tanto discurso de profunda soledad, el discurso amoroso es un lenguaje en exilio-un lenguaje sin domicilio, un lenguaje angustiado y sin fin, un lenguaje que de todos modos busca insistentemente al otro. En tanto discurso de estallidos verbales y declaraciones impropias, tanto las comuni­caciones entre los amantes (quienes, de acuerdo a Barthes, casi no pueden comunicarse o ser entendidos entre ellos mismos) como las comunicaciones en la biblioteca vaginal son lenguajes polisémicos que demandan interpretación constante. Barthes escribe que el discurso amoroso es una trampa y un lenguaje que esculpe su propia existencia en un mundo que no ofrece nada resuelto. Al hablar de los primeros años de Punto de Vista, Beatriz Sarlo comentó:



Para nosotros en condiciones de dictadura, todo tenía una especie de valor simbólico, pero eso por las condiciones de dictadura, estas condiciones le ponen a quienes inten­tan una resistencia, las mismas condiciones que Barthes describe en Fragmentos de un discurso amoroso para el amante. Él dice, para el amante todo es signo, para el resistente yo diría que todo es signo, a veces de manera muy exagerada, es un alegorista, hay una vieja fórmu­la del marxismo leninismo que llamaba a eso discurso esópico, por las fábulas de Esopo, entonces yo recuerdo que para nosotros todo era signo, con todo pensábamos que estábamos significando. Nosotros pensábamos que este señor que salía de una habitación negra y abría una puerta en una habitación negra ya estaba significando, por supuesto que nadie podía percibir esto, recuerdo co­mentario con el diagramador, abrir una caja negra que es la dictadura, evidentemente nadie lo podía percibir, era más bien la sustancia en la cual nos alimentábamos. Esto era para quienes hacíamos la revista, tenía un ca­rácter fuertemente simbólico y alegórico, pero que era como el discurso del amor para el amante, todo era sig­no para el amante, no para el resto del mundo. (2)




Desde el pensamiento de Derrida en relación al archivo y los con­ceptos de Barthes con relación al discurso amoroso, el trabajo de la biblioteca vaginal puede pensarse como un trabajo aprisionado y al mismo tiempo liberador. Representa una continua lucha entre restricción y resistencia a la restricción. El trabajo de la librería vaginal se desprende de las prácticas de las prisioneras, pero su alcance va más allá de esas mujeres y se extiende hacia todos los tipos de resistencia cultural que estaban teniendo lugar bajo las condiciones más adversas durante la dictadura. En la biblioteca vaginal, encontramos a los adolescentes del Teatro Cucaño, un pequeño grupo experimental de teatro de la ciudad de Rosario, al mismo tiempo que a los reconocidos intelectuales de Punto de Vista. Hombres y mujeres, aunque por lo general mayoritariamen­te hombres, que trabajaron para documentar y reflexionar acerca de un período de terror y extremismo a través de actos creativos e intelectuales que generalmente no encontraron una audiencia fue­ra del ambiente hermético e improbable de la biblioteca vaginal.


Los artefactos que sí sobrevivieron la biblioteca vaginal pueden ser encontrados en armarios, sótanos, áticos y en el CeDlnCI. Las revistas culturales subterráneas editadas durante la última dictadura-revistas chicas, en muchos casos hechas por jóve­nes argentinos, a veces con mala impresión, y generalmente de publicación irregúlar-documentan una vida vital durante una época terrorífica. En condiciones excepcionales, comunidades de escritores, intelectuales, y artistas-comunidades quebra­das por la violencia del estado de terror-continuaban con una gran tradición de la cultura literaria argentina, y además, creaban una forma de historiografía que recordaba los eventos que eran negados y borrados del registro oficial. Estas revistas -desde Punto de Vista hasta revistas más subterráneas como Ulises, Boletín Alternativo, Propuesta para la juventud, Subterráneo, Germinal y la surrealista Poddema- son ejemplos del reportaje en el sentido más profundo: con simultaneidad, estas revistas ponen en duda los mismos eventos e ideas que sacan a la luz de manera furtiva. Con una búsqueda constante de alcanzar los límites de lo posible, estos escritores encontraron métodos al­ternativos para realizar y desarrollar sus reuniones, acordar sus agendas políticas, sus filosofías literarias, y su forma de escribir y existir. En cada reunión de gente y en cada frase publicada -aunque sumamente oblicua e indirecta- se corría el riesgo de la traición al colectivo, y además, de la auto-traición. Por eso, cada una de esas frases y cada palabra exigía la interpretación minuciosa. Las diversas prohibiciones de la época, plasmadas en la censura y a su vez en la autocensura, transformaron las conversaciones públicas compartidas por aquellas revistas en el desafío del discurso regulado y de la memoria colectiva histórica. Las revistas se generaron justamente en este punto, donde las técnicas literarias del más alto nivel chocaban con una situación política aún más grave.


Durante el primer año de la dictadura, muchísimas publicaciones dejaron de editarse. Pero ya en el año 1977 nuevas propuestas comenzaban a reemplazar a las anteriores. Durante 1979, una nueva asociación de revistas culturales independientes llamada ARCA (Asociación de Revistas Culturales Argentinas) fue funda­da en Buenos Aires por escritores jóvenes-casi todos en sus veintes-que se juntaban en la Casona de Iván Grondona, en la calle Corrientes y Montevideo, agrupando ochenta y cinco publi­caciones iniciadas después del comienzo de la dictadura. (3) Hubo incluso algunas revistas que cerraron antes para re-inventarse, generando una relación de continuidad con proyectos anteriores: Escarabajo de oro (la revista de Abelardo Castillo y Liliana Heker cerrada en 1974) y Los Libros (de Beatriz Sarlo, Carlos Altami­rano y Ricardo Piglia cerrada en febrero de 1976) anteceden las revistas Ornitorrinco (1977) y Punto de vista (1978), respectiva­mente. Y mientras que algunas publicaciones estaban vinculadas superficialmente con partidos políticos (Contexto al Partido Co­munista, Nudos a los maoístas de PCR, Cuadernos del camino al PST, Propuesta para la juventud también al PST), otras se identificaban como publicaciones culturales independientes.



La cultura literaria difundida en aquellas revistas que se editaron durante la dictadura fue una continuación y, a la vez, una ruptura de una tradición. Las revistas más chicas, independientes y sub­terráneas, con antecedentes en las publicaciones de rock, dieron una nueva dimensión a la producción cultural argentina. Gente joven con pasiones e intereses intelectuales justo en su punto de formación al momento del golpe-individuos que no se conside­raban a sí mismos ni escritores ni intelectuales-veían en este tipo de revistas una forma rápida, relativamente barata, irregular, una manera casi accidenta: de difundir su expresión. Con apo­yo financiero precario, algunas revistas utilizaban el mimeógra­fo como modo de impresión y engrampado manual, mientras que otras tenían una presentación más profesional. Desde las publicaciones de las escuelas secundarias hasta las revistas van­guardistas, las realistas, las surrealistas, y las rockeras, hay en casi todas ellas una prolijidad notable. Es sorprendente la falta de errores ortográficos tipográficos. Quizás este dato dé cuenta del esmerado proceso de lectura y relectura ante cada nuevo ar­tículo, ante cada frase a ser publicada. A veces escritas a mano, muchas veces impresas artesanalmente y luego distribuidas personalmente, estas revistas se diferenciaban en cuestiones de forma, énfasis, humor y extensión. Para muchas publicaciones, el primer número fue el último. Sin embargo, casi todas ellas incluían una editorial de bienvenida y presentación que era, ade­más, un pequeño manifiesto sobre el rol de la revista durante ese tiempo de emergencia cultural. Sus editoriales concluían con la frase, "Hasta la próxima... ", una expresión de esperanza más que una promesa.


Los artículos mezclaban la militancia, la crítica y la praxis política con la crítica y la reseña estética, dando una insólita variedad de temas y enfoques entre las distintas publicaciones así como den­tro de una misma revista. Ejemplos de esta afirmación son artí­culos como "¿Qué pasa en el cine nacional?" (Boletín Alternati­vo, n° 2, 1978) Y "El boom de la cultura en la España sin Franco" (Contexto, n° 1, enero de 1977); cuentos inéditos, como "Los que se van" de Enrique Wernicke, escrito en 1957, que cuenta la desaparición de un grupo de amigos (apareció en Aparte de punto, n° 1, septiembre de 1979 y luego en Brecha, n° 3, noviembre de 1982); entrevistas con gente como Luis Gregorich de La Opi­nión, el actor Pepe Soriano, y otras figuras de la cultural oficial; e innumerables ensayos sobre la relación entre el arte, el intelectual y la cultura. Una revista como Contexto, una publicación oficial del partido comunista, pretendía que el gobierno militar era un gobierno legítimo con quien uno podía dialogar. Llamaba a Videla "Señor Presidente" y practicaba la estrategia de citar a la junta militar para plantear una especie de discusión entre los gobiernos y la revista misma, como si la discusión verdadera fuera posible e incluso facilitada por los propios militares. Otras revistas desarrollaban el lenguaje de denuncia.


Para los escritores, los intelectuales y muchos jóvenes, las revis­tas eran un intento por crear un campo colectivo de discusión, por enfrentar las inquietudes intelectuales de ese momento y de "declarar que una tradición cultural no estaba muerta," como dice Horacio Tarcus. “Dijimos, 'Seguimos adelante. Empezamos de nuevo. Continuamos’” dice Tarcus de la experiencia de la re­vista cultural Ulises que dirigía cuando tenía alrededor de veinte años. (4)  Puesto que la censura no siempre trae una lista de pro­hibiciones explícitas o completas, la escritura se transformaba en una oportunidad para la experimentación y la búsqueda de su propio lenguaje creativo y político. (5)  El crítico Carlos Brocato, co-fundador y co-director de las Ediciones La Rosa Blindada, además co-director de la revista que con ese nombre se había publicado entre 1962-1965, llamó al género de revistas subte­rráneas de aquella época "la resistencia molecular" y lo des­cribió como un intento colectivo de "reconstituir espacias del tejido cultural fragmentado". (6)  En estos espacios de la cultura, espacios olvidados y abandonados por los demás, las revistas culturales de la época de la dictadura revelan un mundo contra­dictorio aunque vital.



En un editorial de 1980 que anuncia la colaboración de las revis­tas Nova Arte (seis números en tres años) y Ulises (tres núme­ros desde 1978), los dos jóvenes directores se preguntan cómo se explica el florecimiento cultural de este tipo de publicaciones en un período de crisis económica, política y cultural. Tarcus, de Ulises, y Enrique Zattara, de Nova Arte, escriben en "Hacia una gran revista cultural independiente": ¿Por qué aparecen tantas revistas si la situación es as­fixiante? Porque en los momentos en que más coarta­dos están los medios de expresión, más necesarios se hacen. Las revistas son la expresión de la crisis, pero también su negación. Sus deficiencias (mala impresión, falta de regularidad, lagunas) son la expresión de la cri­sis; pero sus logros (empezando por su propia existen­cia) son su negación? (7)




Esta declaración tan valiente y dialéctica insiste en que las revis­tas de la época de la dictadura convivían con una realidad que buscaba su destrucción. Sin embargo, Tarcus y Zattara anun­ciaban que no iba a triunfar una visión totalizadora del mundo  que no permitiera perspectivas múltiples. El gobierno militar que quería castigar y borrar las raíces de la transformación social no sería capaz de cerrar los intersticios donde estos mismos impul­sos transformadores se fomentaban.


Irrevocablemente ligadas a las condiciones económico-político­-morales de su época, las revistas de la dictadura son más que la pura consecuencia sociológica o una simple reacción a fuerzas más poderosas que las suyas. Son apariciones a veces efímeras pero con un carácter muy particular que no corresponde a las ex­pectativas sociales. Hay quienes dicen que es imposible describir la realidad de una situación en el momento en que ocurre. Y en su ensayo "The Storyteller", hablando de los jóvenes soldados de la primera guerra mundial, el crítico Walter Benjamin dice que entre los que deberían ser capaces de narrar la realidad de un evento, un evento especialmente traumático, hay, contradicto­riamente, aún más silencios, pues son ellos quienes sufren el empobrecimiento de historias y de experiencia. Los testigos que estuvieron presentes a veces no tienen nada que contar, mientras que los que no estuvieron se obsesionan con ese pasado y con la construcción de la verdadera versión de lo que sucedió en su ausencia. Las revistas de la época de la dictadura figuran y no figuran en estas visiones de la memoria histórica y colectiva. Por un lado, las revistas mismas son documentos performativos que atestiguan sobre lo que ocurrió -documentan la historia de su propio presente-. Se puede leer, por ejemplo, la visión del futuro y de la duración de la dictadura en la forma misma de las revistas culturales teóricas: como muchos pensaban que la dictadura iba a durar bastante, los jóvenes escritores se dedicaban a proyectos que requerían tiempo y duración en sí mismos -los estudios filosóficos y estéticos- más que a la militancia política organi­zadora. Pero en las revistas también se encuentran los mismos silencios que caracterizaron los años de la dictadura. Ninguna de las revistas de la dictadura habla directamente de la tortura, los desaparecidos u otros aspectos del estado de terror. Esas publi­caciones son, a veces, funcionales a la mitificación de la realidad pero a la vez se enfrentan a ella. Se puede leer en la editorial del segundo número de Cuadernos del camino del año 1980:


Nos duele e indigna que uno de los slogans de Uruguay sea: 'Venga a ver las películas que nunca verá en Bue­nos Aires.' Nos duele e indigna todo lo que se pierde de pensar y de creer por la cruel consecuencia de esta situación: la autocensura. (8)


Entre la declaración explícita y lo que no puede ser comunicado hay una pérdida inevitable de pensamiento. Esto es lo que decla­ran las editoras de Cuadernos del Camino -que la representa­ción más completa de la vida verdadera bajo las condiciones de dictadura iba a presentarse tanto en lo dicho como en lo no di­cho, en lo no escrito, en lo no pensado-. Los espacios negativos -los silencios- también hablan. Dijo Eduardo Galeano cuando cerró la revista Crisis en julio de 1976, "Cuando las palabras no pueden ser más dignas que el silencio, más vale callarse." (9)




II . La cucaracha en la biblioteca vaginal: El Teatro Cucaño, Rosario, 1980





Rosario, Argentina, es donde empezó la biblioteca vaginal, una ciudad de puntos muertos -fábricas en quiebra, edificios desmoronados, calles que terminan en los comienzos verdes de la pampa argentina, y grupos políticos que fueron rápida y comple­tamente destruidos por las fuerzas de la dictadura-. Viviendo en una ciudad de pocas salidas y en un país que estaba cerrando cada una de sus puertas al mundo exterior, un muy pequeño gru­po de adolescentes rosarinos se encontró dentro de una biblio­teca vaginal e intentó encontrar una salida. Estos adolescentes emplearon las pocas herramientas y-los pocos recursos que te­nían disponibles, y en el proceso de intentar afirmar su inquietud y frustración, produjeron un discurso amoroso del que Barthes podría sentirse orgulloso.


No importa si ellos interpretaron sus acciones como un discur­so amoroso (como Barthes tal vez habría hecho), o como un discurso furioso hecho de secretos (como ellos tal vez podrían hacer), o como una colección azarosa de palabras y frases Que por momentos comunicó más inmadurez que resistencia pun­tual (como seguramente ellos podrían decir), pero el lenguaje inventado por este grupo cultural llamado Teatro Cucaño es la mejor instancia de lo que la biblioteca vaginal fue: por las for­mas que asumió, por quiénes trabajaron en ella, y por cómo fue usada. El suyo fue un lenguaje que por momentos claudicó bajo el peso de sus tiempos, uno que ocasionalmente tuvo la forma de estallidos de humor tan efímeros que hasta el hablar repetidamente de ellos parece traicionar lo significativo de esa transitoriedad.


Mucho de lo que el Teatro Cucaño hizo -sus performances teatrales, que han sido llamadas "intervenciones", o las cartas que escribieron, o las historietas que imprimieron en los pocos números de sus revistas- tuvo el propósito de cuestionar la normalidad de la vida cotidiana, hacer que la gente se detuviera por un instante para preguntarse qué estaba sucediendo. Tanto para el Teatro Cucaño como para los amantes de los que habla Barthes, las comunicaciones fueron usadas para producir pre­guntas y confusión, para evidenciar que no todo era normal y que algo estaba pasando, incluso sin siquiera decir qué era lo que efectivamente estaba sucediendo.



Carlos Ghioldi estaba en el secundario durante el golpe de 1976. Tenía quince años y estaba involucrado con el Partido Socialista de los Trabajadores, estaba casualmente interesado en arte y era un fan del rock and roll estadounidense y argen­tino. Con el comienzo de la dictadura, todo lo que Ghioldi en­contraba interesante fue explícita o implícitamente prohibido, dejándolo a él y a su grupo de amigos con poco que hacer más allá de los confines sofocantes de la educación estricta del secundario. Ghioldl vivía con su madre en un barrio de clase trabajadora. Su hermano mayor vivía en Buenos Aires, un he­cho que fue crítico en la formación del Teatro Cucaño. En los primeros años de la dictadura en Rosario, dice Ghioldi, todo lo que sus amigos y él querían hacer era imposible o ilegal. "Todo lo que era extraño lo condenaban por subversivo" me dijo en un café rosarino en 2002. Hablando con una incredulidad que todavía mantiene, continuó:


Todo estaba prohibido, incluso que las mujeres usa­ran pantalones blancos. Tener pelo largo era una ofen­sa seria... Tantas cosas eran prohibidas, hoy es difícil de imaginar. No tiene sentido ahora -que por tener el pelo largo o por besar a tu novia en público pudieras ser arrestado-. El control que el régimen tenía sobre la sociedad era profundo. (10)


Después de clase, Ghioldi se pasaba las tardes en su casa con unos pocos amigos, escuchando y tocando música, aunque ninguno de ellos realmente supiera tocar instrumentos y sólo un par de ellos pudiera leer música. La casa pronto se convir­tió en el lugar oficial de encuentro de un grupo de cultura no oficial: cuatro o cinco adolescentes (ninguno mayor de dieci­siete años) que empezaron escuchando discos de rock y si­guieron hasta juntar los magros ahorros de los que disponían para ayudar a los amigos que habían sido detenidos. Hacia 1979, convirtieron sus pasiones autodidactas en la fundación del Teatro Cucaño.


Ghioldi describe el origen del grupo experimental y cultural (cu­yas actividades iban desde "intervenciones" teatrales, música e historietas, hasta escribir innumerables ensayos y manifiestos acerca de arte y artistas independientes) como el producto de una inquietud política y artística lo suficientemente poderosa como para cruzar las líneas políticas y de clase que existían en­tre la gente joven de Rosario. Estos adolescentes estaban más que aburridos, más que atemorizados y más que angustiados por las limitaciones impuestas por la dictadura y por lo que es­taba sucediendo alrededor -los arrestos, los secuestros y los rumores de tortura-. Cuando el Teatro Cucaño comenzó, no era un grupo con un propósito común claramente definido y cohe­rente, sino un grupo integrado por chicos poco convencionales interesados en lo que fuera. Estaban influidos por el surrealismo, por ejemplo, pero también lo detestaban -porque, como ellos dijeron en su revista Acha Acha Cucaracha, el surrealismo había terminado por naturalizar los tiempos imposibles en que vivían al pretender criticarlos (11) -. A diferencia de los miembros del Teatro de Investigaciones Teatrales de Buenos Aires [TIT], que inspi­raron al Teatro Cucaño y con quienes intercambiaron corres­pondencia regularmente, los Cucaños empezaron no queriendo ser surrealistas o seguidores leales de Breton, Artaud, Brecht, o quien fuera. Escribieron que no habían heredado nada de sus aparentes ancestros, excepto el prospecto de hacer lo que ellos no habían logrado hacer. Y así un grupo de adolescentes declaró ser el Teatro Cucaño, tomando su nombre de Kurt Vonnegut y adoptando la cucaracha, la peste prehistórica que se resiste a morir, como su símbolo. Se declararon artistas independientes activos en un movimiento de arte independiente. Prometieron estudiar algo por al menos cuatro horas al día. Se enseñaron a sí mismos a leer francés, a leer música y a tocar instrumentos.


Estudiaron a Artaud, a Breton y a Brecht. Produjeron revistas y escribieron largas cartas a nadie en particular contando sus muchos fracasos como movimiento artístico: su incapacidad por estar de acuerdo entre ellos, su pereza y su falta de constancias, sus intentos por nombrar líderes sólo para encontrar que el resto del grupo se resistía a seguir los liderazgos elegidos. Pasaron más tiempo criticándose a sí mismos, en resumen, que en hacer una crítica de sus tiempos. Probablemente pasaron más tiempo tocando música que estudiando-pero también estudiaron más de lo que durmieron.


La primera aparición pública del grupo ocurrió a inicios de 1979 -un concierto en el Centro Cultural Catalán, un lugar que hoy funciona como café frecuentado por estudiantes y profesores de la Universidad de Rosario-. Pero al igual que la mayoría de las performances del grupo, el concierto incluyo más que lo previamente anunciado. Lo que tenían en mente no era to­car música para una audiencia pasiva que se sentara allí para aplaudir cuando supuestamente tuviera que aplaudir. En lugar de eso, el Centro Catalán fue llenado de basura, poco menos que destruido antes que el evento comenzara. No se les per­mitió a los asistentes el sentarse o pararse uno cerca del otro, y en el medio del Centro, los actores del Cucaño construyeron un símbolo ignominioso de la represión dictatorial: una parada de autobús a la que llamaron "zona de detención" jugando con el doble sentido de la frase, debido a la frecuencia con que mu­chos de los secuestros de la época sucedían cuando la gente estaba esperando el autobús.


La performance de esa noche presagió el tipo de producciones que iba a caracterizar al grupo en los años siguientes. Estas performances del Teatro Cucaño, de acuerdo a las historias que hoy se cuentan acerca de ellas -historias que todavía cir­culan en Rosario como una suerte de fantasía mítica- pres­cindieron de muchas de las convenciones teatrales tradiciona­les. La audiencia era gente que simplemente estaba en la calle cuando los Cucaños aparecían, o quien quiera que estuviera en la iglesia cuando los Cucaños atacaban. Muy poca documen­tación existe hoy acerca de esos eventos -algún viejo pan­fleto, una pequeña noticia publicada en el periódico rosarino, unas pocas fotos-. Pero tal como estas intervenciones han sido descritas por quienes fueron miembros del grupo, éstas eran generalmente organizadas con el objetivo de alterar y confrontar los espacios públicos. Los actores, por ejemplo, se encontraban durante el entreacto en el teatro principal de Ro­sario y se peleaban unos con otros. Era una simple travesura, pero el objetivo era interrumpir la normalidad aparente en un momento en que la historia no era nada normal. Los Cucaños podían ser tan temerarios como bromistas, arriesgando el ser arrestados en la entrada de un teatro por el hecho de convertir un entreacto normal en todo un evento. La suya era una afirma­ción de no-pertenencia, dirigida hacia un medio definido por la conducta adecuada, el privilegio de clase y la complicidad con el terror de Estado. Los transgresores petulantes eran echados del teatro no sin antes haberse dado unos golpes unos a otros. El Teatro Cucaño trató de transformar la vida cotidiana en un conjunto de extraños disturbios.


Varios testimonios coinciden en que su intervención más logra­da tuvo lugar en una misa de domingo. Cinco o seis de los Cu­caños fueron a la iglesia. Hicieron lo que debía hacerse en esas circunstancias: se vistieron apropiadamente, entraron en silen­cio y respetuosamente, se sentaron y esperaron a que la misa comenzara. Cuando eso sucedió, un Cucaño comenzó a mirar el altar con un par de binoculares, poniendo los ritos cristianos bajo el microscopio. Otro Cucaño entró a la iglesia vestido en harapos y en una silla de ruedas, moviéndose torpemente entre los bancos y la gente. Pedía limosna en una voz demasiado alta para una iglesia -más alta que la de nadie-, con la excep­ción de otro Cucaño que, en un confesionario, contaba con lujo de detalles cuánto se había estado masturbando últimamente. Cuando el sacerdote ofreció la comunión, uno de los Cucaños tomó la hostia pero la devolvió vomitando en el sacerdote una mezcla de café y hojas de mate que su madre había preparado para la ocasión.






La intervención en la misa del domingo no fue una simple per­formance sino un desbaratamiento total de los comportamien­tos normativos en una de las instituciones más veneradas tanto por la dictadura como por la gente cuya complicidad alimentaba la existencia del poder dictatorial. Fue como si los chicos del Teatro Cucaño estuvieran denunciando la hipocresía de aque­llos que rezaban y al mismo tiempo aprobaban las atrocidades del régimen. Esa fue una mañana jubilosa para los Cucaños, no sólo porque habían denunciado a la dictadura y todo lo qué ella representaba, sino también porque habían interrumpido la vida normal por lo menos por un momento. Su intervención fue tan­to un acto adolescente de humor casi chabacano como un es­fuerzo por afirmar sus existencias como individuos no dispues­tos a sacrificarlo todo con tal de vivir tranquila y cómodamente. Se estaban viviendo tiempos extremos: el arte que ese tiempo demandaba era un arte combativo. En 1980, el Teatro Cucaño comenzó a intercambiar correspondencia con el TIT de Buenos Aires, con cuyos miembros se habían contactado a través del hermano mayor de Ghioldi, y de Capdevila. Existen similitudes sorprendentes entre el Teatro Cucaño y el TIT de Buenos Aires, desde su capacidad por la innovación desprolija a su interés escéptico pero creciente por los surrealistas. Pero' el TIT era un grupo más numeroso y mejor organizado, y la mayoría de sus miembros eran mayores que sus contrapartes rosarinas. Una diferencia más importante aún tenía que ver con el grado de acceso que cada grupo tenía a interlocutores y maestros, así como a materiales de lectura. Los recursos intelectuales, artísticos y políticos del Teatro Cucaño eran significativamente más limitados que los del TIT y como resultado su trabajo (sus intervenciones, sus grupos de estudios y los escritos que pro­ducían) era más animado y más emocional mente vívido que los escritos de los miembros de TIT. De todos modos, ocho meses después de un viaje a Brasil para el festival de teatro "Alterarte" (también llamado "Viaje sin Pasaportes", como manera de evi­denciar el status de los exiliados y artistas en casi todo el Cono Sur), Carlos Ghioldi le escribió al TIT manifestando que el Teatro Cucaño se estaba desmoronando debido a su aislamiento y su frustración, incapaz de hacer más que elaborar nuevos y más complejos cursos de estudio:




Luego de meses de hermetismo y a pocas horas de ha­ber recibido su tercer carta… escribimos, sobre un largo séquito de disculpas... No obstante esa desesperación, que en la forma llamada Cucaño, sigue en seis o siete cabezas que perduran en Rosario, otras dan tumbas car­neros en Europa, algunas pierden el pelo y enmudecen en el Sur... Hicimos y deshicimos unos cuantos proyec­tos... abrimos y cerramos al instante nuestros talleres de trasgresión. (12)




Ghioldi añadió que la tarea con que el grupo estaba ocupado en esos momentos era designar un plan de estudio y análisis que pudiera "prestar especial atención al discurso epistemológico en la metodología de confrontar la existencia y su relación práctica con nuestra actividad y producción." (13) Así continuaba la carta:


[Priorizamos] la profundización de nuestra tarea in­vestigativa en todos los campos del conocimiento y la sensibilidad de los hombres, revolucionarios para su capitalización futura... Llevar la dialéctica a todos los órdenes de la vida-vida actual, abnegada, mutilada por la miseria. (14)




Expuesto de esa manera, el plan del Teatro Cucaño aparece como laberíntico, abstracto y tan desesperado como el planteo de Ghioldi. Se lee como si la combatividad explosiva de las per­formances callejeras del grupo hubiera sido sustituida por un idealismo hermético aparentemente incapaz de alterar nada. El comentario de Ghioldi evidencia, además, cómo el Teatro Cucaño entendía la historia, el presente y el futuro. Jamás, en sus escri­tos, Ghioldi u otro Cucaño escriben acerca del pasado excepto en términos de desilusiones a ser problematizadas en el presente. Y en ningún lugar se menciona el futuro más que con el propósito de delinear planes de estudio que tal vez nunca pudieran llegar a concretarse. Al leer la prosa del Teatro Cucaño, uno nunca piensa que los escritores se imaginaran a sí mismos como portadores del conocimiento necesario como para hacer predicciones o prescribir el futuro, y sus miradas hacia atrás en la historia (su historia del surrealismo, por ejemplo) no parecen mucho más que guías de estudio idiosincráticas a ser leídas por estudiantes ávidos y básicamente autodidactas.


Es como si los jóvenes del Teatro Cucaño hubieran poseído una concepción de tiempo definida por la inefabilidad del momento, por la sensación del instante mismo-ese fragmento de tiempo que puede desestabilizar el piso bajo los propios pies y conde­narlo a uno a toda una vida de sufrimiento. Estaban muy poco interesados en un futuro que tal vez los excluyera del mismo modo que lo hacía aquel presente ajeno y definido por otros. ¿Para qué molestarse entonces en pontificar acerca del futuro cuando el presente no hacía más que destruirlo? Todo lo que los miembros del Teatro Cucaño podían hacer era robar -libros, la atención de algún transeúnte en la calle, recuerdos de escritores y artistas que habían vivido mucho antes que ellos.


El hecho de que el Teatro Cucaño comenzó a existir sin la inten­ción de convertirse en nada más que una manera creativa de pa­sar las tardes y terminó funcionando como un intento serio por contrarrestar las restricciones y los asaltos de la dictadura, tiene mucho que ver con el plan de estudio intensivo y de trabajo de Ghioldi. Cada intervención que planearon -un número mucho mayor de las que al final fueron capaces de instrumentar- fue el producto de meses de discusión, debate, revisión, desacuerdo y planeamiento. Entre los papeles que todavía quedan del Cu­caño se encuentran mapas, no sólo de Rosario sino del grupo mismo. Repartidos entre esbozos de cartas, fotografías y pági­nas de revistas, se hallan diagramas y cronogramas de acción, nombres de guerra y listas de miembros y responsabilidades. El Teatro Cucaño tomó prestada su organización de los trotskistas con que estaban familiarizados en sus círculos más inmediatos antes de la dictadura. Mirando los documentos que han sobre­vivido, uno entiende por qué los Cucaños se interesaron por estudiar y planear meticulosamente. Debido al pequeño tamaño de Rosario y a la fuerza desproporcionada de militares y policía, cada incursión del Teatro Cucaño en las calles rosarinas era de un riesgo mayor.



Las producciones del Teatro Cucaño fueron rumores más que obras de arte-de sus huellas materiales, casi todas desapare­cieron. La primera foto del grupo muestra a un grupo ordenado de jóvenes usando máscaras, pero la foto está sobreexpuesta a tal punto que casi borra las caras de quienes están en ella, haciendo casi imposible su reproducción. Lo que queda es una imagen deteriorada que incluso en ese estado se las arregla para capturar el carácter efímero y azaroso que caracterizó a las actividades del grupo y a su sentido de sí mismo. Los Cuca­ños tomaban notas que generalmente destruían o simplemente perdían. No imprimieron panfletos antes de la mayoría de sus intervenciones, prefiriendo el elemento sorpresa para anun­ciar performances que podrían ser canceladas, censuradas o miradas muy de cerca por la policía (produjeron anuncios de la existencia del grupo, pero eso fue todo). El público de sus performances generalmente no se daba cuenta de su carácter de espectadores, y menos de quién o qué estaban mirando. El Teatro Cucaño, de hecho, se apropió de la política de ver-o no ver-que la dictadura misma había tratado de imponer en mu­chos argentinos. Su presencia fue furtiva y ostentosa al mismo tiempo, de la misma forma en que los métodos de secuestro y arresto en la dictadura eran tanto secretos como hechos para ser efectivamente vistos. Sus intervenciones intentaron fomen­tar el ethos del "ahora-lo-ves-ahora-no-lo-ves" con el propósito de efectivamente mostrar que algo estaba pasando. Tal vez se trataba de una simple instalación artística realizada por adoles­centes. Tal vez un estudiante estaba realmente siendo reprimido por la policía. El Teatro Cucaño tenía como intención el hacer visible que alga estaba pasando en los espacios donde actuali­zaban sus intervenciones.


Hacer esto en una ciudad donde la estación de policía/pri­sión alojaba a amigos, hermanas, hermanos, primeros novios y novias de los Cucaños, significaba, de todos modos, algo diferente a simplemente declarar que algo estaba pasando. Afirmar, incluso de manera indirecta, que algo había pasado implicó el ejercicio de una agenda invisible pero palpable, no muy diferente a la de las maquinaciones cotidianas del terror perpetrado por las fuerzas de la" dictadura. A través de sus in­tervenciones, el Teatro Cucaño realizó operaciones de no ver y de olvidar que eran similares al control que la dictadura tenía sobre las maneras en las que se vivía o sobrevivía a diario. Sus intervenciones parecían sugerir que, de la misma manera que los actos de violencia no parecían ser reflejados en la con­ciencia de la gente o en los registros oficiales, ellos también serían olvidados. Sus actos -demasiado extraños, demasiado breves, demasiado abruptos- tal vez también terminarían por no ser parte de la memoria cultural, la identidad, la historia de Rosario o de Argentina.


No es que no existan registros de todo lo que pasó durante la dictadura, pero lo cierto es que mucha más energía y tiempo han sido dedicados a averiguar lo que sucedió en las prisiones secretas de la dictadura que a documentar encuentros secretos entre adolescentes inquietos o intelectuales atemorizados. No ha habido arqueólogos forenses enviados a Rosario para investi­gar las actividades de oscuros grupos de teatro, aunque algunos investigadores sí han ido. Sólo cuando ese otro cuerpo de co­nocimiento haya sido adecuadamente reconstruido -¿quiénes fueron asesinados? ¿cómo, cuándo y por quién? todas las pre­guntas que todavía son parte de la vida argentina- será posible hacer preguntas más concretas acerca de las actividades de los sobrevivientes. Sólo entonces, y tal vez ese entonces sea ahora, será posible investigar el período de la dictadura desde el punto de vista de lo que fue hecho en lugar de lo que fue destruido. Incluso entonces, yeso tal vez sea ahora, la historia de Teatro Cucaño será una historia difícil de construir.




Hay algunas huellas de su existencia. Pero la mayoría de los materiales que sobreviven fue recogida de manera no sistemá­tica por miembros del grupo, dispersos entre ellos, dejados a un lado en sótanos y armarios. Muchos años después del fin no oficial del grupo en 1983, unos pocos miembros fundadores se encontraron en Rosario para hablar acerca de lo que habían hecho cuando tenían quince, dieciséis, diecisiete años. Grabaron sus conversaciones, esperando que ese registro tuviera una vida más larga que el trabajo que habían hecho en su momento. Que­rían rectificar, al menos parcialmente, la ausencia de documen­tos que certificaran quiénes habían sido y qué habían hecho. En esa conversación, Carlos Ghioldi, Guillermo Giamprieto, Mariano Guzmán y Osvaldo Aguirre contaron sus diferentes versiones de lo que había pasado, pero el ejercicio no pareció más que una se­rie de anécdotas mezcladas con el ruido de fondo de unos chicos que jugaban cerca.


El impulso por documentar retrospectivamente lo que hicieron habla tanto del carácter efímero del grupo como de su longevi­dad mítica. Hoy, muchos ex miembros consideran al Teatro Cu­caño como su experiencia más formativa. Ghioldi, quien trabaja como activista y dirige un centro cultural y mercado colectivo, es pálido y delgado. Todavía parece lo que dicen que parecía a los quince años: un ángel muerto. Mariano Guzmán, un músi­co y artista independiente, mantiene un sitio web que historiza entre otras cosas la historia del Teatro Cucaño y su producción.



Después de la dictadura, Guzmán fue uno de los pocos Cucaños que trató de mantener al grupo activo, aunque la mayoría de sus participantes perdió interés cuando empezó a ser posible ser políticamente activo de manera abierta. Guzmán continuó planeando intervenciones, entrando intempestivamente en uno de los cafés literarios de Rosario en 1984 vestido como un nazi y esgrimiendo un rifle falso. Osvaldo Aguirre, un hombre pe­queño, y quien fuera el Cucaño más joven, es hoy un periodista en Rosario y un poeta exitoso. En 1998 escribió un artículo en el principal periódico rosarino acerca del Teatro Cucaño. Entre la gente joven que actualmente vive en Rosario, el Teatro Cucaño es algo que conocen de nombre, aún cuando ese conocimiento sea vago. En tanto activista local en una pequeña comunidad, Ghioldi es conocido como el fundador del Teatro Cucaño. Un grupo de jóvenes escritores en Rosario recientemente dedica­ron un número de su revista, Señales Hoguera, a reconstruir la historia del grupo.


Pero, en general, el Teatro Cucaño sigue siendo desconocido. No ocupa un lugar en la memoria pública de la dictadura, sien­do su invisibilidad incluso mayor que la de otros proyectos culturales relativamente oscuros de la época. No ha habido una biblioteca que coleccionara los materiales del grupo, ni refe­rencias al mismo en los pocos libros que existen acerca del arte de vanguardia en Rosario o en Argentina. Nunca es men­cionado en los muchos estudios que existen acerca del teatro argentino durante el período dictatorial. Fue por casualidad, suerte, y la generosidad de extraños que yo, una investigadora extranjera haciendo preguntas acerca de actividades cultura­les oscuras en los rincones más escondidos durante el más oscuro de los períodos, encontré al Teatro Cucaño. Los restos del Teatro Cucaño y su historia residen en los recesos de la biblioteca vaginal donde fueron hechos por primera vez, una biblioteca donde los contenidos están en riesgo constante de desintegrarse, donde pocos saben qué y cómo mirar. Es una biblioteca que no existe.




*  Quisiera transmitir mis agradecimientos a Osvaldo Aguirre, Roberto BarandaJla, Lila Caimari, Lina Capdevila, Karina Flomenbaum, Sandra Flomenbaum, Carlos Ghioldi, Mariano Guzmán, Pablo Kovalovsky, Beatriz Sarlo, Darío Schvarzstein, Raúl Solezzi, Horacio Tarcus y Laura Vilariño.




















Notas


1. Jacques Derrida, Archive Fever: A Freudian Impression, Chicago, University 01 Chicago Press, 1995, 11.

2. Entrevista con la autora, 16 octubre 2002, Buenos Aires.

3. Sus miembros incluían: Nova Arte (1978-1980), Enrique Zattara, director; Arte y Cultura (1978-1979), Miguel A. Ferreira, director; Cuadernos del camino (1979-1980), Móníca Guistina, directora; Expreso Imaginario (1976-1983), Jorge Pistocchi, director; Ayesha (año desconocido), Alejandro Margulis, director; Ulises (1978.1980), Horacio Tarcus, director, Suburbio, Antonio J. González y Horacio Ramos, directores; y muchas más.

4. Conversación de la autora con Horacio Tarcus, Buenos Aires, 20 abril 2002.

5. Ibid.

6. Carlos Brocato, El exilio es nuestro, los mitos y los héroes argentinos ¿Una sociedad que no se sincera?, Buenos Aires, Sudamericana/Planeta, 1986, p. 162.

7. Horacio Tarcus y Eorique Zattara, "Hacia una gran revista cultural independien­te", en Nova Arte n° 6, 1980, p. 36.

8. "Editorial", en Cuadernos del camino n° 2,1980, p. 3.

9. Eduardo Galeano, "Crisis, o cómo matar una revista", en Argentina: Cómo ma­tar la cultura, Madrid, Revolución, 1981, p. 77.
10. Entrevista de la autora, Rosario, Argentina, 31 Julio 2002.
11. "Romper con todo lo que se ha hecho en el arte", en Teatro Cucaño Acha acha
cucaracha n° O (sin fecha), p. 2.

12. Carlos Ghioldi, "Carta a Compañeros del TIT", 14 Mayo 1982, p. 1.   

13. Ghioldi. p. 1.

14. Ghioldi, p. 1